Los pobladores de la cuenca baja interactúan poco con el río Bogotá: la contaminación se los impide. Su relación es más bien distante, ya que saben lo poco que podrían hacer por salvar un cuerpo de agua que da gritos de agonía. Pero no lo han abandonado, muchos dedican sus vidas a conservar lugares que están interconectados con el alma de la sabana.
Luis Neftalí Leguízamo llegó al municipio de Cachipay hace 33 años, proveniente de Miraflores, territorio del departamento de Boyacá. Un amigo lo convenció de hacerlo y asegura que fue la mejor decisión de su vida. “Llegué a un paraíso. Tenía escasos 21 abriles, y enseguida quise trabajar en algún proyecto que me permitiera defender el medioambiente”, comenta.
Su sueño tardó bastante. Primero fue celador, cultivó mora y manejó un carro haciendo expresos por las diferentes veredas, actividad que le permitió enamorarse del río Bahamón, uno de los afluentes del río Bogotá. En esos recorridos le picó el bicho del reciclaje. “Veía basura tirada por todo lado, así que decidí llevar una bolsa para ir recogiendo los desechos y después disponerlos. Por eso estudié un técnico en manejo de residuos sólidos”.
De joven, Luis Neftalí tenía una larga cabellera rubia y ondulada, además de unos rasgos bastante similares a MacGyver, protagonista de la popular serie de televisión norteamericana de los años 80. “Por eso todos me conocen como el MacGyver de Cachipay. Desde 2009 soy veedor del río Bogotá, es decir que denuncio los impactos que atenten contra ese río que tanto amo. Como era popular en todo el pueblo, hace como ocho años decidí lanzarme de concejal, pero me quemé. Sin embargo, conocí muchas personas que me ayudaron a concretar mi sueño ambiental”.
Hace tres años, el alcalde de Cachipay le propuso un trabajo que le sacó lágrimas de emoción.
“Me dijo que sí quería convertirme en el primer guardabosque del municipio, en especial del río Bahamón, que nace en Anolaima, desemboca en el Apulo y luego llega al Bogotá. No lo dudé ni un segundo, es la profesión más linda del mundo. Me encargo de sembrar conciencia ambiental entre los pobladores, les digo que no boten basura ni colillas al piso, que cuiden los árboles y ríos. En fin, que amemos la naturaleza”.
Actualmente vive con su esposa y su tercera hija en una casa del casco urbano. Jamás descansa de su labor como guardabosques, aunque perfectamente podría cumplir el horario de oficina. Todos los días sale a las calles uniformado con pantalones militares y botas negras. En su billetera carga una identificación similar a la de los miembros del Ejército que dice: “General Guardabosque MacGyver de los Ángeles Leguízamo Sierra”.
“Los domingos los destino a recoger basura en las calles. Me pongo un overol verde y me armo de escoba, recogedor y bolsas biodegradables. Entre semana recibo denuncias de muchos ciudadanos sobre atentados ambientales. Me llegan por WhatsApp. Estamos conectados con el guardabosque de Anolaima”, cuenta MacGyver, a quien lo persigue el número tres: tres hijas de tres diferentes mujeres, con tres años como guardabosque y que vive en la calle 3 con carrera 3 de Cachipay.
Su cabeza ya no cuenta con los rizos dorados y ondulados de su adolescencia. Ahora está rapado, con una que otra cana, y una forma de estrella en la parte trasera. “Lo hice porque soy una estrella que cuida el medioambiente. Para mí, el árbol tiene tres poderes: sombra, fruto y oxígeno, y el río debe permanecer vivo, limpio y en su cauce”.
A varios dueños de locales comerciales, Luis les obsequió ceniceros hechos en guadua para que los fumadores no sigan arrojando colillas a las calles. “Todo eso va a parar al río Bogotá. Me duele su estado, la falta de compromiso de los que habitamos cerca a su cauce. Con actividades sencillas podríamos rescatarlo. Al Bogotá lo llevo aquí, bien profundo en mi corazón. La naturaleza es mi vida, por eso no me cansaré de trabajar por ella.”.
El nacimiento del río Bahamón es uno de sus sitios favoritos. La zona, ubicada en la vereda Goteras de Anolaima, a 2.700 metros sobre el nivel del mar, está repleta de bosque de niebla, pero está afectada por la ganadería. “Por eso, con el apoyo de la CAR, la alcaldía y una congregación de monjas, realizamos siembras. Sería fundamental poder comprarle ese predio al dueño para poder defenderlo. El Bahamón es uno de nuestros más preciados tesoros”.
Pablo Andrés Sánchez lleva en sus venas sangre de historia, mezclada con las notas musicales de un pentagrama y el espíritu de un ambientalista. La primera actividad la cultivó desde pequeño, cuando habitaba en Tibaná (Boyacá), donde leía cualquier libro que cayera en sus manos. Cuando terminó el colegio, no vaciló en estudiar docencia en humanidades y lengua castellana, carrera que hizo en La Mesa.
Pero no quería convertirse en solo en un maestro de español o literatura. Soñaba con imprimirle a sus alumnos la necesidad de conservar el medioambiente a través de la música, su otra gran pasión que fue alimentando poco a poco en su vida de universitario. Mientras tanto, empezó a leer información sobre el reciclaje.
En 2012, cuando trabajaba en el colegio Sabio Mutis de La Mesa, su sueño cogió forma. “Monté una batucada ecológica con instrumentos de percusión elaborados en materiales reciclados, como botellas, tarros y tubos. Más de 50 niños me copiaron la idea. Un año después me trasladaron a la Institución Educativa Departamental San Joaquín, ubicada en la inspección del mismo nombre en La Mesa, donde seguí con mi proyecto de vida”.
Así nació la “Ecobanda, arte para la vida de San Joaquín”, que en cuatro años ha contado con más de 400 niños y jóvenes de primaria y bachillerato. “Somos una banda de guerra con instrumentos de percusión, melódicos y de viento elaborados con productos del reciclaje. Pero antes de tocar en los diferentes eventos, los pequeños aprenden a reciclar. Montamos un sitio de acopio, al cual llevábamos botellas, bolsas y tubos de PVC para reutilizar, reciclar y reducir. Luego empezamos a construir los instrumentos y a experimentar con los sonidos”.
Con canecas, botellones de agua, tubos de PVC, botellas plásticas, tapas y tarros de galletas, los pequeños crean redoblantes, timbales, tambores y panderetas; y con tubos de aluminio y PVC salen las liras, saxofones, flautas, tubas y trombones. “Los niños traen de sus casas los materiales para hacer los instrumentos. Como la comunidad nos conoce, los comerciantes nos dan sus residuos”.
Su repertorio es variado. El grupo tiene como base 30 temas sencillos, como ‘La piña madura’, ‘El negrito del Batey’, ‘Ojos azules’ y el ‘Himno de la Alegría’, y últimamente están incursionando en ritmos más urbanos como el reguetón.
El reciclaje de este grupo musical no solo está plasmado en los instrumentos. Sus trajes son vivo ejemplo de que la basura puede reutilizarse. “Con bolsas plásticas de agua de cinco litros hacemos la base de los trajes, los cuales son decorados por hojas y flores hechos con empaques de las golosinas”, comenta el profe Pablo, apodado como el Capitán Planeta.
Además de tocar un repertorio musical con instrumentos impensables, los niños se capacitan constantemente en el tema ambiental. Con orgullo, el profe cuenta que “los chicos saben que todos somos responsables de la contaminación del río Bogotá. Son conscientes de que el futuro está en sus manos, por lo cual aconsejan a sus padres y abuelos para que cambien el chip y dejen de contaminar”.
Antes de cada presentación, los niños, dirigidos por su profe, gritan: “porque la salud de la tierra es un compromiso de todos, arte para la vida”. “Con nuestras presentaciones queremos llevar un mensaje de protección hacia el río Bogotá, que hace parte de nuestro municipio. Si todos reciclamos los residuos o les dieramos un destino final adecuado, la contaminación de este importante cuerpo de agua disminuiría radicalmente. Con pequeños aportes como la Ecobanda, podemos hacer la diferencia”.
La mayoría de predios aledaños a la laguna de Pedro Palo, un terreno mágico y místico ubicado en las montañas de Tena, es propiedad de la familia de Roberto Sáenz, un bogotano de 55 años graduado como ingeniero de sistemas y especialista en bioestadística. Esa condición le ha permitido conocer de cerca la historia del sitio, antiguamente utilizado por los muiscas para hacer sus pagamentos.
Pocos conocen como él los antecedentes de la laguna, los mitos tejidos por las comunidades y su alto grado de vulnerabilidad por la creencia de que esconde tesoros de oro de los muiscas. “Después de los indígenas, el territorio fue poblado por jesuitas. También hizo parte de la ruta de los españoles y de la expedición botánica. En 1913 mi bisabuelo compró varios terrenos a su alrededor, por lo cual varios de mis primos son los actuales dueños”.
En 1990, cuando Roberto tenía 26 años, la CAR declaró 125 hectáreas, incluidas las 21,5 hectáreas del espejo de agua, como Reserva Forestal Protectora Productora, lo cual no impidió que fuera atacada por turistas inescrupulosos, quienes acampaban en la orilla de la laguna arrojando basuras y bebiendo licor. En 1995 fue construida una cabaña, lo que aumentó el riesgo para el ecosistema.
“En 1998, la CAR tomó medidas: prohibió el ingreso del público. Entonces empezó a hablarse de la formulación del Plan de Manejo Ambiental. Mi mamá asistía como representante de la familia, además de otros de mis primos. Pero la verdad no tomaban decisiones de fondo. En 2005, con mi hermano, decidimos tomar las riendas del predio, que bautizamos Tenasucá, nombre dado por los muiscas a la laguna. Con los ocho dueños de los otros predios conformamos reservas naturales de la sociedad civil, con miras a tener una mayor gobernabilidad sobre nuestros territorios”.
A partir de esa fecha, Roberto estuvo mucho más en Tena que en Bogotá. Participó en la creación de varios corredores biológicos para conectar las zonas afectadas por el ganado, trabajo liderado por el Instituto Humboldt; construyó un vivero de árboles nativos con el apoyo de la CAR; y fue uno de los más activos en la formulación del plan de manejo, proceso concretado en 2014.
“La CAR me propuso convertirme en el guardabosque de Pedro Palo. Pero no acepté. Eso no me permitiría decir las cosas como son. Con el apoyo de la comunidad, hemos frenado acciones de varias alcaldías que han tenido la intención de volver la zona un espacio turístico”.
Hace dos años y medio, Roberto, quien tiene dos hijos, tomó una decisión drástica. Decidió abandonar Bogotá y sus trabajos de ingeniería para radicarse del todo en la Reserva Tenasucá, en donde con la participación de sus seis hermanos, ya había construido una vivienda de un piso, toda con maderas de eucaliptos.
“Primero llegué a un acuerdo con mi esposa Vicky. Los fines de semana nos veríamos, ya fuera en Bogotá o en Pedro Palo, negocio que a la fecha ha funcionado. Con su ayuda fuimos transformando la casa. Tiene cuatro habitaciones, tres de las cuales sirven para la gente que viene a hacer investigaciones. La principal es para nosotros y más parece una biblioteca que un cuarto. No hay televisor. El par de baños cuenta con dos cisternas: una para el líquido y otra para el sólido. No utilizamos agua, el material que sale de ahí lo convertimos en abono”.
La sala y comedor están llenas de hamacas, artesanías, ollas de barro y muebles en madera. En la cocina abundan frascos de vidrio con diversos productos, además de botellas desocupadas de cerveza que atraen a los insectos.
El cambio de vida de Roberto no solo fue de vivienda. Desde hace cuatro años y medio empezó a trabajar en la agroecología, es decir en cultivar sosteniblemente para consumir o vender los productos orgánicos libres de fertilizantes y pesticidas. “Cada 15 días viajo a Bogotá a vender productos que sacó de mi huerta o que elaboro con esos materiales”.
La huerta nació hace siete años, pero ahora puede asegurar que vive de ella. Además de los recursos económicos que obtiene de las visitas de investigadores o turistas con alma ambiental a su reserva, los cuales tienen prohibido el ingreso a la laguna (solo pueden contemplarla desde lo alto de la montaña), Roberto desayuna, almuerza y cena con lo que le da su huerta, y vende en Bogotá lo que él considere.
“Debemos volver al campo, recuperar ese tejido social y sostenible, que para mí es rentable por medio de la agroecología. Hay que cambiar ese paradigma de la competitividad por el de la solidaridad. El propósito no es competir y ser el mejor, sino trabajar con respeto y confianza. Aún no soy del todo vegetariano, pero desde que vivo en Tenasucá he disminuido el consumo de carne. También tengo un vivero de árboles nativos”.
Roberto llama a su huerta como un policultivo: todo nace donde quiere estar. Por eso hay cultivos de toronjil mezclados con cebolla, guatilas con hinojos y cebollín con lechugas. “Mide 3.000 metros cuadrados, y hay repollos de brucelas, ají, pepino, acelga roja, acelga amarilla, perejil liso y crespo, hierbabuena, acelga, col rizada, fríjol, banano, repollo verde, granadilla, papa criolla, brócoli, coliflor, espinaca, mora y durazno”.
Sus únicos compañeros son Kinua, Amaranto, Pepita y Balú, cuatro perros crillos, y Tijiquí, una gata, quienes lo acompañan a recorrer las montañas y perderse en la magia de Pedro Palo.
Nicolás Castiblanco, un joven de 18 años nacido en Anapoima, sueña con convertirse en un operador ecoturístico. Ya pasó los papeles a la Cámara de Comercio para que lo certifiquen, pero como todavía tiene contraseña como documento de identidad el proceso quedó quieto por ahora.
Sin embargo, desde hace seis meses, con el permiso de Carlos Barriga, el dueño de la finca El Bosque, donde vive con su mamá y dos hermanas, ya hace recorridos turísticos a caballo por los sitios más emblemáticos y naturales del terreno de 120 hectáreas, como los humedales, relictos de bosque y senderos cargados de aves.
Sus mejores amigos son siete caballos: Vallo, Cocacola, Azabache, Verbeno, Paloma, Mariposa y Churumbulo. “La primera vez que monté a caballo tenía 10 años. Desde ese momento siento una conexión especial con esos animales. Con mi mamá vivimos en una pequeña casa en la finca de don Carlos, lo que me ha permitido montar muy bien. Solo me he caído una vez, pero soy bastante cauteloso y respetuoso para hacerlo”.
Asegura que su proyecto de vida no solo lo aleja de los malos hábitos que hoy abundan entre la juventud, sino que aporta a la conservación ambiental de la región. “Cuando me den el certificado como operador, quiero estudiar más a fondo el ecoturismo, para que los turistas puedan venir a la finca a realizar avistamientos de aves y recorridos ecológicos en donde yo pueda contarles sobre los animales que allí habitan. Acá hay 11 lagos, que son visitados a diario por patos y cientos de aves, y en donde puedo aplicar la pesca deportiva”.
Ya hizo un curso en el Sena sobre actividades en espacios ecológicos, pero quiere seguir aprendiendo. “Me he dado cuenta que muchos turistas ya están cansados del turismo de piscina. Ellos quieren ir a espacios cargados de naturaleza, respirar un aire más puro y conocer animales como iguanas, monos, tortugas y aves. En Anapoima tenemos un gran potencial para hacer ecoturismo, hay más o menos 100 hoteles con los que podríamos trabajar para hacer estas cabalgatas”.
El turismo tradicional genera bastante contaminación, asegura este joven. “Botan basura en todo lado, botellas, vidrios, plásticos y colillas, materiales que van a parar al río Bogotá, que pasa por Anapoima. Con mi proyecto eso no pasa. Los turistas que han venido no alteran los ecosistemas. Todo lo contrario, salen felices y renovados por conocer escenarios que sólo habían visto en fotografías”.
Marcelo Pedreros tiene 71 años. Actualmente vive con su esposa y tres hijas en una casa tradicional de dos pisos en la inspección de la Esperanza, que hace parte de La Mesa. Más que una vivienda parece un museo lleno de figuras y cuadros de trenes y ferrocarriles, libros de antaño sobre la historia de estas máquinas en Colombia y hasta la rueda de uno de ellos en la terraza. En una repisa exhibe tornillos, candados y tuercas en perfecto estado, las cuales ha acumulado con el paso de los años.
La obsesión por los ferrocarriles tiene una explicación simple: don Marcelo trabajó en el Ferrocarril de Girardot, que tenía la ruta Girardot, Apulo y Facatativá, para luego empalmar con el Ferrocarril de la Sabana. “Tuvo sus años dorados entre 1910 y 1950. Llegó a tener hasta 80 máquinas a vapor, que hicieron florecer a los municipios por donde pasaba. Tenía 14 estaciones, una de ellas en la Esperanza, la cual aún está en pie pero bastante deteriorada. Todo llegó a su fin en 1992, cuando la empresa Ferrocarriles Nacionales fue liquidada por el Presidente Virgilio Barco: todo quedó en el olvido”.
Su paso por el Ferrocarril de Girardot inició en 1978, cuando tenía 30 años. “Como había trabajado como jefe de bodega en una empresa en Bogotá, sabía de cocina. En el Ferrocarril me pusieron a cocinar y les gustó. Yo estaba feliz, pero a los seis meses un ingeniero me dijo si no sabía hacer algo más que preparar almuerzos. Entonces me dio el puesto de clavador en Sasaima, en una línea férrea de 12 kilómetros. Así pasaron muchos años de felicidad en el ferrocarril. Pero hacia finales de los 80 empezaron a liquidar a la gente y mandar las cuadrillas hacia Villeta y Bogotá. Me trasladaron a los almacenes, donde hice el inventario. En 1992 todo terminó y me fui a vivir a Bogotá, en Usme”.
Pasó varias hojas de vida, pero muchos lo rechazaron por haber pertenecido al ferrocarril. “Teníamos fama de revolucionarios. Nos fuimos para la Esperanza, pero tenía la moral por el piso. Vendí lotería. El gobierno dijo que nos asociáramos en una cooperativa. Me dieron un contrato por seis meses para arreglar la vía férrea de Zipaquirá a Nemocón. Luego seguí como almacenista y vendedor de repuestos de maquinaria pesada, y en 2012 me pensioné”.
Con los pocos ahorros pudo comprar el terreno para hacer la casa de sus sueños rotos en La Esperanza, llena de ferrocarriles y sus historias. “El perro siempre vuelve a su vómito. Ahora trabajo para que la estación de la inspección sea restaurada, una obligación, ya que todas esas estructuras fueron declaradas patrimonio cultural. Pero el Estado no ha hecho nada, los pocos arreglos los hemos pagado varios habitantes de la zona de nuestros propios bolsillos”.
Anhela con volver a escuchar el ruido de la locomotora, como lo hacía de niño. Compara la historia del ferrocarril con la del río Bogotá, un cuerpo de agua que alcanzó a conocer limpio, donde la gente jugaba en sus aguas y las señoras lavaban su ropa.
“Hay que darle una respiración boca a boca para que viva. Con varios amigos de la comunidad hacemos acciones para disminuir la contaminación del río Apulo, como jornadas de limpieza y siembra de árboles en su ronda. Tanto al río como al ferrocarril, les dimos la espalda”.