Cada vez más la sociedad civil toma conciencia de la importancia de recuperar la cuenca alta del río Bogotá. Desde distintas orillas estos actores han desarrollado proyectos sostenibles, muchos de ellos han sido apoyados por el programa de Agendas Ambientales de la CAR.
Si usted sabe o tiene el conocimiento que algo que va a hacer va a causar un grave daño, usted es muy canalla si lleva a cabo sus planes” Es la respuesta que da Juan Carlos Calderón, dueño y representante legal de Biocueros, una de las primeras empresas de curtiembres en tener todos los permisos y poder operar legalmente en el municipio de Villapinzón. Él es un convencido de que la industria de los cueros puede ser sostenible y amigable con el medio ambiente y lo ha comprobado desde que inició la aventura en un sector que goza de mala fama por contaminar las fuentes de agua y producir malos olores.
A diferencia de otros miembros de su gremio, este ingeniero químico tolimense, se la jugó por producir cueros amigables con el ambiente en un momento en que nadie pensaba en eso y en que no existía una reglamentación al respecto. “Luego de trabajar por tres años en la curtiembre más grande del país, llamada Colcurtidos, hacia 1986 decidí crear con dos socios una empresa que distribuía productos químicos para las curtiembres”, recuerda Juan Carlos. Fue una época de prosperidad, hasta que quebró por la apertura económica de los noventa. En ese momento decidió hacer cueros para muebles y automóviles. Su fábrica la tenía en Bogotá, pero una resolución de la ciudad lo obligó a trasladarla. Él y su socio (el otro se había retirado años atrás) tenían la opción de irse a San Benito o a Villapinzón: “Por mi formación universitaria, siempre me causó horror la manera como se manejaban los procesos del cuero en San Benito, la contaminación al río Tunjuelo y los malos olores, entonces decidí irme para Villapinzón en 2000”.
Allí montó su fábrica con una planta de tratamiento de aguas residuales, la primera en la región, en un momento en que no tenía por qué hacerlo. Hacia 2007 la reglamentación para las curtiembres se endureció y Juan Carlos duró nueve años para obtener todos los permisos necesarios. En ese transcurso, él se convirtió en líder gremial y abanderó el proceso de legalización de algunas de las curtiembres. Entre tanto, los años de trámites aburrieron a su socio, quien en 2003 se dedicó a la importación de cueros. A raíz de esa separación surgió Biocueros, una empresa que como su nombre lo dice, está comprometida con la producción sostenible de esta materia prima.
Hace dos años su hija, Laura Calderón, diseñadora gráfica de la Universidad Nacional se vinculó a la empresa como directora de innovación. Manteniendo el legado de su padre, ella ha promovido la utilización de cueros libres de cromo y ha empezado una tarea de marketing para quitarle la mala imagen a este sector. “Nosotros estamos tratando de subir el estatus de las curtiembres, primero demostrando que podemos ser sostenibles en todos los aspectos, y segundo innovando. En nuestro caso hemos incursionado en la estrategia de lanzamiento de colecciones. Por ejemplo, el año pasado sacamos la colección Guardianes del Agua, basada en la plantas del páramo que cuidan el agua. A partir de diseños en el cuero queremos hacer caer en cuenta la importancia del cuidado de este preciado líquido”.
Si bien los cueros de Juan Carlos son mucho más costosos, ya tienen un mercado tanto en el país como en el exterior, precisamente por su compromiso con el medioambiente y con el río Bogotá.
Alpina y Corona son, sin lugar a dudas, unas de las empresas más emblemáticas del país y de Sopó. La primera estableció su fábrica en el municipio hace más o menos 80 años y la segunda llegó hace 40 años. Alrededor de estas fábricas se crearon otras pequeñas que dieron trabajo a los habitantes de la región. En 1986, el gerente de Corona Óscar González, tuvo la iniciativa de crear una fundación empresarial que promoviera el desarrollo de la región. De esta manera surgió la Corporación Pro Desarrollo del Norte de la Sabana (Prodensa), que en estos años se ha dedicado a implementar proyectos relacionados con la sostenibilidad ambiental, la responsabilidad empresarial y la representación gremial.
Para nadie es un secreto que los sectores industrial y doméstico son los que más presión ejercen sobre la cuenca del río Bogotá, tanto por el uso de agua como en el vertimiento de aguas residuales. Consciente de esto, Prodensa se ha dedicado a trabajar en los últimos años de la mano con las autoridades ambientales, en especial con la CAR en proyectos para mejorar las prácticas ambientales de sus asociados y de educación ambiental a los habitantes de la región.
En la línea de prácticas ambientales, ellos han llevado a cabo un programa compuesto de tres fases: la primera se enfocó en incentivar la producción limpia en las empresas del sector. “Si bien nuestro sector tiene que cumplir estrictas medidas de manejo ambiental, dice Diana Castro, directora de la Unidad Ambiental de Prodensa, este proyecto buscó aumentar aún más los estándares de calidad en términos de sostenibilidad”.
Luego le siguió la fase de simbiosis industrial, que consistió en un diálogo entre las empresas para ver cuál de los subproductos (desechos) de estas podían servir como materia prima para otras. Finalmente, este ciclo se cierra con la fase de gestión integral del agua que busca que los industriales se unan para que llevar a cabo distintos proyectos que mejoren la cuenca del río Bogotá.
Para Juan Carlos Vélez, director ejecutivo de Prodensa, el tiempo y dinero invertido en sostenibilidad ambiental, y en especial, en mejorar las condiciones hídricas del río Bogota, tiene una razón contundente: “El río es vida y la sostenibilidad de las empresas dependen del río. Necesitamos tener el mejor ecosistema para competir. De nada le sirve a una empresa ser rentable si su entorno no es competitivo. Una empresa que genere grandes ingresos en un entorno que se degrade no funciona. La conservación del territorio es fundamental para la sostenibilidad de las empresas”.
Al pasar la taquilla que conduce al camino hacia la laguna de Guatavita, al lado izquierdo se encuentra una caseta de ladrillo en la que un grupo de mujeres vende empanadas, arepas, bocadillos, aguapanela con queso, entre otras viandas, además de artesanías. Ellas pertenecen a la Asociación de Mujeres del Municipio de Sesquilé (Amuses), una agremiación que surgió en el año 2000 con el objetivo de generar fuentes de trabajo pagas para las mujeres. “Nosotras trabajamos mucho, incluso más que los hombres. Todos los días madrugamos, atendemos al esposo y a nuestros hijos; hacemos desayuno, almuerzo, comida; arreglamos la casa, trabajamos en los cultivos de las fincas, alimentamos los animales… Por todo ese trabajo nadie nos reconoce un solo peso. Y peor aún, cuando queremos conseguir trabajo pago, no nos lo dan o nos pagan chichiguas. Por eso creamos la asociación”, dice Juana Isabel Rodríguez, representante legal de Amuses.
En sus 19 años de existencia Amuses ha diversificado sus líneas de acción y en la actualidad las mujeres de la asociación están comprometidas con proyectos de seguridad alimentaria y reforestación para enfrentar el cambio climático.
Juana vive en la vereda del Uval de Sesquilé, en la cuenca del río San Francisco (que alimenta la represa de Sisga). Allí, ella se reúne con sus compañeras para planear las jornadas de trabajo, que consisten en recuperar la cuenca de este río. Gracias a un programa de la Alcaldía de Sesquilé, la CAR y el BID, ellas empezaron la capacitación y desde hace un año la implementan. En 60 fincas seleccionadas y colindantes con el río, ellas llevan a cabo la reforestación con especies nativas en sus orillas. Primero cercan con postes (que sacan de árboles foráneos como el pino y el eucalipto) las orillas y luego siembran los árboles.
Este proyecto está completado con uno sobre granjas autosostenibles: “La deforestación no es la única causante del daño que le hemos hecho al río San Francisco, dedicar nuestras tierras únicamente al cultivo de papa y a la ganadería ha deteriorado los suelos, lo que nos ha obligado a utilizar más agroquímicos y por consiguiente a contaminar más el río”, dice Leonor Sastoque, compañera de Juana. Para llevar a cabio una reconversión productiva, en fincas como la de Juanita se implementa el modelo de granjas multifuncionales en las que en un pequeño espacio “podemos cultivar diversos productos para el consumo diario, criar distintas especies de animales, hacer composta para fertilizar la tierra”, explica Leonor.
A la vuelta de 19 años las mujeres de esta asociación han demostrado que su protagonismo está más allá de las cuatro paredes de sus casas y que pueden liderar proyectos de gran envergadura.
Héctor Julio Bernúdez es un campesino de Villapinzón que llegó hace 15 años a Sopó en busca de mejor suerte. Él ha hecho todo tipo de trabajos, incluso ha sido cultivador de papa en parcelas en arriendo. La experiencia como papero le dejó entender que el uso de agroquímos era indispensable para mantener la productividad de sus cultivos. Esa convicción la tuvo hasta hace más o menos un año, cuando empezó a trabajar en una granja experimental de siembra de tomate, que está enmarcada en un programa de desarrollo sostenible en el campo, impulsado por la alcaldía del municipio y la CAR.
Allí, Héctor Julio aprendió de Heriberto Portilla Plata, contratista de la Alcaldía de Sopó y miembro del equipo de gestión integral y de los programas de desarrollo rural sostenible, que producir alimentos era posible sin utilizar agroquímicos. Para él eso fue algo revelador: Entendí que los agroquímicos contaminan mucho al río Bogotá, pero también que se pueden dejar de usar”
Héctor es el trabajador y cuidador de los cultivos de tomate de un proyecto piloto de producción limpia, en donde se desarrolla tecnología que pueda ser replicable en otras fincas o cultivos comunales. De acuerdo con Heriberto, en ese cultivo de tomate se están poniendo en “práctica métodos de cero contaminación por agroquímicos, de trazabilidad de los tomates, y de recolección de aguas lluvias. Todas estas prácticas las estamos amoldando a las necesidades de los habitantes del pueblo, para que ellos puedan producir tomates orgánicos o alimentos que puedan certificarse como orgánicos y así mejorar las oportunidades de éxito de los agricultores en el mercado”. Entre las apuestas están la trazabilidad de los tomates, un sistema que existe en Europa en el que el consumidor puede saber la historia completa del producto desde que se sembró hasta que llegó al supermercado.
Este programa piloto está acompañado de otros como la reforestación de las rondas del río con especies nativas que se cultivan en un vivero a cargo del municipio Bogotá y el impulso de la avicultura y ganadería sostenible.