El reportero

Antes de ser conocido como escritor, García Márquez había sido el cronista estrella de 'El Espectador' yuno de los periodistas más importantes del país.

 

Por José Salgar*

 

 

 

Durante los 18 meses que trabajó en ‘El Espectador’, García Márquez tuvo dos vidas. Durante el día era un reportero enérgico y disciplinado que que se vestia de saco y corbata. En las noches, ya vestido con su camisa de colores, se iba de parranda con sus amigos a oír vallenatos. (Foto: EL Espectador)

Hay una línea directa entre el Gabo que llegó a El Espectador y comenzó a transformar el periodismo de entonces, y el Gabo que siguió en su tarea de guiar a nuevos profesionales en géneros de comunicación adaptados al instante y al futuro. En aquel 1953 el joven caribeño, ya con buena formación literaria adquirida en Zipaquirá, Bogotá y Cartagena, entró a trabajar como reportero a una acalorada redacción de otros jóvenes, poco mayores que él, convencidos de estar haciendo el mejor diario del mundo.

 

En sus memorias dice que encontró obstáculos, pero fue al contrario. Con su desaforada imaginación y su esforzada disciplina entró, como los toreros, a templar y a mandar. Estaba en la mitad de dos tendencias, la de creación literaria, encabezada por Eduardo Zalamea Borda, y la del periodismo de choque del jefe de redacción y los reporteros angustiados por la inmediatez y la verdad. Gabo, con el pretexto de torcerle el cuello al cisne, convenció a los Cano, dueños y directores del diario, de la importancia de fusionar literatura y periodismo. Su máxima demostración fue la de convertir la noticia muerta de un náufrago que al salvarse habló más de la cuenta, en una joya de nuevo periodismo. En 18 meses de duro trabajo en aquella redacción, Gabo puso en plataforma el realismo mágico y los malabarismos idiomáticos que lo llevaron al premio Nobel, después de casarse con Mercedes.

 

García Márquez describe en Vivir para contarla sus primeros días de aprendiz de reportería en El Espectador como de una tensión diaria insostenible, en los que el éxito inicial de los reportajes en serie “nos obligaba a buscar pienso para alimentar a una fiera insaciable” y a encontrar temas que siempre estuvieran amenazados por “los encantos de la ficción”.

 

En ese momento yo llevaba 20 años de trabajar en el periódico, de ellos 10 como jefe de redacción, y Gabo entraba a su primer puesto en un diario de la capital y con un sueldo de 900 pesos mensuales. Esa suma se consideraba alta, pero el gerente, Luis Gabriel Cano, la fijó cuando su padre, don Gabriel, le sugirió ayudar a ese muchacho costeño “tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina”.

 

Gabo alternaba dos personalidades diferentes: como en esa Bogotá apenas estaba comenzando a entrar la música costeña, se reunía con sus coterráneos en parrandas en las que abundaban los vallenatos, el ron y las camisas de colorines. Pero a su trabajo en la redacción llegaba enguayabado pero elegante, con corbata y traje oscuro. Hacía poco había dado un gran paso, cuando Álvaro Mutis lo preparó en Barranquilla para que fuera a Bogotá a conocer el periódico de sus amigos los Cano. Gabo daba como excusa para no viajar que no tenía vestido de cachaco. Mutis le entregó un dinero, como pago por dos cuentos que había escrito para la revista de la Esso, con una condición: que no lo gastara con sus amigos de La Cueva sino en una sastrería que le vendió un traje de tierra fría, con saco cruzado.

 

La tensión de que habla Gabo en sus memorias se debía a “un estado de vicio que no nos permitía a los dos un instante de paz ni en los reposos del domingo”. Había que cumplir con la materia invariable del oficio en la redacción, que era decir la verdad y nada más que la verdad, pero a la vez dar primero las ‘chivas’ y descubrir las formas de contar el cuento mejor que los demás.

 

Así llegó un fin de semana, en 1956, cuando había pocas noticias, entre ellas una que nos obsesionó: el papa Pío XII sufría un ataque de hipo y los médicos decían que si no se le quitaba, podía morir. Decidimos, sin contarle a nadie más, hacer de cuenta que el Papa iba a morir de hipo. Para nosotros la noticia no era que moría el Papa y había que hacer referencia a cosas obvias, como su política frente a Hitler en la Guerra Mundial o frente al holocausto de los judíos. Para montar algo original, algo que superara los torrentes de lugares comunes que se dicen “en la muerte de un obispo”, lo importante para nosotros era el hipo. Gabo recordó P&O, el cuento magistral de Somerset Maugham cuyo protagonista murió en mitad del océano Índico de un ataque de hipo que lo agotó en cinco días mientras del mundo entero le llegaban recetas extravagantes.

 

Organizamos ese sábado, de carrera, una edición extraordinaria de cuatro páginas y acordamos entrar en vigilia para esperar el momento en que el Papa muriera de hipo. El periodismo radial y de televisión apenas comenzaba y los noticieros tenían horas fijas o adelantos breves para las primicias. Para matar el tiempo, nos fuimos a pasear en automóvil con el radio encendido por la sabana de Bogotá.

 

Otra transformación en la vida del joven Gabo en esos días fue la de su concepto sobre Bogotá, que partió de la estampa de ciudad fúnebre, lluviosa y vestida de negro cuando vino por primera vez a estudiar y aterrizó en Zipaquirá. Aquel fin de semana, ya como ensayista literario de éxito y con oficio fijo como periodista, conoció otra Bogotá y otra sabana. Años más tarde, en 1983, en una crónica de nuestros recuerdos, publiqué la siguiente frase que me dijo Gabo: “Lo único que me ha hecho dudar que la sabana de Bogotá sea lo más bello del mundo es el mar en algunos lugares. ¡Para que te lo diga yo!”

 

Regresemos al Papa que moría de hipo. Pasó ese sábado, llegó el domingo y no se moría. Nos quedó más tiempo para llegar a las tienditas sabaneras de golosinas, conversar con los campesinos, buscar otras historias. En la noche pasó casi inadvertida la noticia de que al Papa le había cesado el ataque de hipo.

 

Lo mismo nos pasó otras veces con el lánguido final de historias muy preparadas pero inconclusas o impublicables, que terminaron en la canasta de la basura y con una exclamación propia de nuestro argot:

 

—“¡Se nos enmochiló la chiva!”

 

 

* Periodista. Por varias décadas se desempeñó como jefe de redacción del periódico El Espectador, donde comenzó a trabajar cuando tenía 13 años (1934). En dos ocasiones se desempeñó como director encargado del periódico.

 

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