El amante del cine

En la vida de García Márquez el cine ocupa el mismo nivel de importancia que la literatura, pero sus novelas no funcionan cuando se llevan a la pantalla.

 

Por Miguel Littin*

El mismo año en que ganó el Nobel,1982, Gabriel García Márquez (arriba, centro)fue jurado del festival de cine de Cannes, Francia.

Muchos años después, detrás de una cámara de cine, el escritor Gabriel García Márquez había de recordar el remoto día en que junto a un grupo de amigos imprimió las imágenes de la primera película de su vida: Un cometa que se eleva buscando el horizonte. “Algunos dicen que toda esta vaina comenzó con esa filmación”, me dijo un día en que le comenté sobre el cortometraje que había realizado en aquel tiempo lejano de la adolescencia.

 

La leyenda cuenta que un día se lanzó sobre el capó de un automóvil que transportaba a Vittorio de Sica a las puertas de Cinecittá, en Roma, cuando era estudiante de cine. El hecho cierto es que la vida del Nobel estuvo siempre ligada a la ilusión fantasmagórica que proyecta el cine. Sin embargo, paradójicamente, los resultados de sus novelas llevadas al celuloide son, sin duda, la crónica de una infidelidad anunciada. La razón es tan transparente como paradojal y misteriosa.

 

¿Acaso alguien duda de que sus novelas son páginas de guiones imposibles de filmar porque ya son películas en sí mismas? ¿Cómo repetir el encanto y la maravilla de Remedios la Bella subiendo en cuerpo y alma hacia los cielos, imagen descrita con precisión de orfebre, pero que cada uno la imagina como quiere? ¿Qué actor tiene el rostro del general Aureliano Buendía? ¿De qué tamaño son los pescaditos de oro o el volumen de la Mama Grande y la extensión de sus dominios? Tan exacta proyección de imágenes y misteriosas sugerencias me han llevado a concluir que todo filme acerca de su obra no es sino una aproximación, un deslavado retrato de la película que ya Gabriel filmó cuando llenaba las páginas en blanco, pantalla al fin y al cabo, con imágenes y palabras que han colmado de felicidad a generaciones de lectores. De allí que sus amigos entendamos que Gabo fuera tan reacio a que sus historias literarias fueran trasformadas en imágenes inflexibles; visión ajena al fin de cuentas. El cineasta brasileño Glauber Rocha, “el más bello cometa del universo del cine latinoamericano”, ya se lo había planteado: “Como tu obra es imposible de resumir en una película, iré robándote escenas y las incorporaré en lo que filme cuantas veces pueda hacerlo”.

 

En los años 50 la pasión por el cine llevó a Gabo a instalarse en México, principal centro de producción cinematográfica en aquella época. Allí trabajó junto al joven Arturo Ripstein en la adaptación de Tiempo de morir, que años más tarde rodó nuevamente Jorge Alí Triana. Así mismo, en colaboración con Carlos Fuentes, escribió el guión de El gallo de Oro, que dirigiera Roberto Gavaldon, sin que nadie en este mundo sospechara que ese título entraría para siempre en la memoria de miles de amantes del cine. Y si bien sostengo la casi imposibilidad de transferir de un medio a otro ese universo increíble –mezcla, como se ha dicho, de realidad y maravilla–, también afirmo que es diferente el destino de las historias pensadas de antemano para ser trasladadas a la pantalla. María de mi Corazón, de Jaime Humberto Hermosillo, por ejemplo, es un filme muy bello y preñado de sugerencias; transparente, liviano de estructura, dotado de una maravillosa cotidianidad. Así mismo, Milagro en Roma, de Lisandro Duque, narra con suave fragilidad el milagro de la niña Santa. En cualquier caso, amo todos los filmes de Gabo y sobre todo las circunstancias en que fueron realizadas. Valga como ejemplo lo que me contara Mercedes en medio de grandes risas: “Dicen que cuando Fernando Birri asolaba las playas del Caribe mientras filmaba Un señor muy viejo con unas alas enormes, los niños corrían asustados a esconderse tras las faldas de sus madres, frente al extraño espectáculo de un pájaro que parecía hombre o de un hombre con leve semejanza a un pájaro”.

 

Fue en los años 70, un año más tarde del golpe militar que asoló a Chile, cuando conocí a Gabo personalmente en el café Cluny, en la mítica esquina de Saint Germain con Saint Michel, en la tarde de un París estremecido por protestas estudiantiles. “Qué ciudad tan bulliciosa”, exclamó Mercedes. Fue después de ver mi película La tierra prometida cuando me atreví a proponerle que filmáramos Cien años de soledad. Gabo me miró desde la distancia y acercándose me respondió: “Lee la viuda de Montiel y si te gusta, bien, y si no, te chingas”, y se alejó entre la multitud de estudiantes que colmaban las calles utópicas de ese París tan lejano en la memoria. “Nos vemos en México el próximo mes”, fue lo último que le escuché decir. “Si se hubieran conocido con el presidente Allende, habrían sido grandes amigos”, pensé. “Sin duda”, me respondió Ely, la compañera de mi vida, que ha leído mis pensamientos desde siempre.

 

Tiempo después nos encontramos frente a frente, ahora en su escritorio de su casa en México. “Muéstrame el guión”, me dijo, y yo extendí frente a sus asombrados ojos dos libretas abiertas con sus páginas en blanco. “Este es el guión –le respondí, y agregué–: Cuando murió José Montiel todo el pueblo se sintió vengado menos su viuda, ese es el guión. Es la primera frase del cuento y lo escribiste hace tiempo”.

 

 

* Cineasta chileno. Su experiencia inspiró a Gabriel García Márquez a escribir el libro Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile en 1986. Littin había huido de Chile cuando el golpe de Estado de Augusto Pinochet y regresó clandestinamente 12 años después a realizar un documental sobre la vida durante la dictadura. Entre sus películas se encuentran La última luna (2005), La viuda de Montiel (1979) y El chacal de Nahueltoro (1969). Ha sido nominado al los premios Oscar en dos ocasiones en la categoría de mejor película extranjera.

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