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La huella de un fantasma

Gabriel García Márquez se fue de Aracataca en 1937. Pero allá sobrevive.

 

Por Eduardo Arias*

No hace falta ir a Aracataca para ver Aracataca. Basta viajar en avión, ojalá de noche, de Bogotá a Santa Marta. Cuando comienza el descenso y la azafata les pide a los pasajeros que se abrochen el cinturón, a mano derecha se ven dos desordenadas manchas de luz en medio de la negrura. Son Fundación y Aratacaca, dos municipios hermanos del Magdalena, casi siameses, ligados a los mitos y las leyendas que Gabriel García Márquez convirtió en patrimonio de la humanidad.

 

Pero desde arriba es imposible imaginar que para llegar hasta allá se viaja una hora y media desde Santa Marta por la carretera que va a Bucaramanga y Bogotá. A mano izquierda, la Sierra Nevada de Santa Marta. A la derecha, una planicie que parece no tener fin. Luego de pasar por el Córdoba, el Sevilla, el Tucurinca y otros ríos de aguas heladas que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la Ciénaga Grande, aparece la entrada de Aracataca. Como las descripciones de García Márquez son desalentadoras, uno imagina un día eterno bajo el sol abrasador, deambular sin rumbo por calles polvorientas, casas en ruinas y rostros sin esperanza que ven pasar las horas sofocados por “el sopor de la ciénaga”.

 

Pero no, Aracataca es como cualquier pueblo colombiano de tierra caliente que queda al lado de una carretera importante. Es un lugar alegre y animado, sobre todo en sus calles comerciales, donde venden ropa y cachivaches; tiendas bien aperadas con equipos de sonido que sintonizan emisoras de música tropical (mucho reguetón y vallenato llorón, pero de Escalona, Juancho Polo y Alejo, pocón pocón); casas casi todas de un piso, sin ningún atributo arquitectónico, pero se ven muy lindas porque están pintadas de muchos colores, y una iglesia blanca con adornos de inspiración gótica enmarcan el parque.

 

García Márquez está en las carrocerías de los microbuses de servicio público (Cooptransmacondo, Línea Nobel, un libro verde con una pluma amarilla); en monumentos, murales y grafitos; en la biblioteca pública Remedios la Bella, y, por supuesto, en la casa donde nació y vivió sus 10 primeros años. Allí funcionan la casa de la Cultura y un museo que dirige Rafael Jiménez, un escritor de poco más de 40 años de edad que se ha empeñado en mantener vivo y que enfrenta el proyecto de la reconstrucción de la casa tal como era en tiempos de García Márquez.

 

En el idioma de los indígenas chimilas, Ara significa ‘río de aguas claras’, y Cataca, ‘cacique de la tribu’, y a sus habitantes se les conoce como cataqueños. A comienzos del siglo XX fue un laboratorio de globalización donde llegaron cachacos, sirio-libaneses, italianos y españoles. A ellos se sumaron los gringos que llegaron con la United Fruit, el otro fantasma que en Aracataca compite con el del escritor. A cada rato aparecen vestigios de lo que García Márquez recuerda como “el falso esplendor de la United Fruit”. A veces son casas de madera con tejados de cinc. Una de ellas, donde hoy funciona un billar, se construyó por iniciativa del coronel Márquez y otros ciudadanos que, alarmados por la llegada de “la hojarasca de migrantes”, casi todos hombres, les montaron un burdel para que no perjudicaran a sus hijas. También sobreviven el antiguo dispensario, un campamento de trabajadores que conserva las cocinas originales y la casa del comisariato.

 

Y está el tren que une las minas de carbón de La Jagua de Ibirico, en Cesar, con el puerto de la Drummond en Santa Marta: un convoy de 120 vagones que pasa cada rato por el pueblo. La estación, monumento nacional, corre peligro de que sea demolida porque la Drummond quiere que el gobierno de Colombia le construya un riel paralelo.

 

García Márquez no es el único orgullo de los cataqueños. También fue cuna del fotógrafo Leo Matiz, del campeón de billar Mario Criales, del crítico de arte Eduardo Márceles Daconte, del periodista Gonzalo González (Gog) y del festival de la Leyenda Vallenata (El primero se realizó en Aracataca en 1966). A este rincón llegan cada vez más viajeros del mundo entero que van en busca de la huella de Macondo. Y no salen defraudados.

 

Tal vez García Márquez haya vivido más tiempo en Barcelona, Ciudad de México o Barranquilla. Tal vez en esas ciudades entiendan mejor su obra y vivan sus mejores amigos. Tal vez tenga una casa muy bonita en Cartagena. Pero Aracataca es el único lugar del mundo donde las paredes y las carrocerías de los buses le rinden un tributo cotidiano y desinteresado y donde sus millones de lectores en 100 idiomas distintos pueden respirar el aire que respiraron los Aurelianos y los José Arcadios, Remedios la Bella y Úrsula Iguarán.

 

No más por eso vale la pena ir y volver a ir a Aracataca.

 

 

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