Sus legados y reconocimientos

 

Por Margarita Valencia*

Gabo con ‘Cien años de soledad’ escribió el poema épico de los colombianos.

Come, my friends,

‘Tis not too late to seek a newer world.

Tennyson, Ulysses

 

Ya lo dijo Hernando Valencia: la literatura latinoamericana alcanzó su mayoría de edad con los novelistas del boom. Antes, claro, estuvieron los poetas modernistas, pero durante el modernismo “las demás formas quedaron sumidas en una indigencia casi total”. Antes, un poco antes que los modernistas, estuvieron los viejos humanistas –con Reyes a la cabeza–, cuyo loable empeño consistió en empezar a pensar las nuevas repúblicas al tiempo que nos insertaban en la tradición clásica occidental.

 

El paso siguiente era inevitable: ¿es esta la tradición de la cual queremos formar parte? ¿Es esta la tradición que queremos seguir alimentando? Los novelistas del boom, cómodamente instalados tras las briegas de sus antecesores en pos del reconocimiento, insistieron en seguirle dando vueltas al tema –gracias sin duda a Borges, que “nos liberó del embeleco de la autenticidad temática”. Y en el proceso de hacerlo, aprendieron por fin a escribir con la mente libre de obstáculos, incandescente, para usar los términos muy apropiados de Virginia Woolf.

 

En el caso de los novelistas latinoamericanos en general, y de García Márquez en particular, este proceso de aprendizaje supuso abrir un boquete en la pared que nuestros conquistadores habían construido con la esperanza de borrar todo rastro de los antiguos pobladores de las Indias. Y al hacerlo, dejaron al descubierto la voz de las antípodas, que hasta entonces había permanecido ignorada:

 

... se dio a averiguar qué había ocurrido en el mundo mientras él dormía para que la gente de su casa y los habitantes de la ciudad anduvieran luciendo bonetes colorados y arrastrando por todas partes una ristra de cascabeles, y por fin encontró quién le contara la verdad mi general, que habían llegado unos forasteros que parloteaban en lengua ladina....

 

García Márquez redescubrió la posibilidad de la tradición americana. Como José Arcadio, “echó en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura”. El corolario era ineludible: “Quizás este sea el lugar”, como escribió Bloom en el epílogo de La ansiedad de la influencia. Y quizá siempre estuvo ahí.

 

En la introducción de su deslumbrante traducción de la Ilíada, Richard Lattimore explicó que la guerra de Troya era, para quienes lo recitaban y lo leían en tiempos de Homero, una parte de la historia, y no había desacuerdos esenciales entre ellos a la hora de narrar el curso principal de los acontecimientos. Otro tanto se puede decir de Cien años de soledad: quizás haya quien discuta los detalles, pero el grueso de la historia que cuenta sucedió así. García Márquez escribió el poema épico de los colombianos y al hacerlo creó para nosotros un pasado mítico. Lograrlo supuso además desaprender y aprender de nuevo la lengua.

 

José Arcadio: “Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza... que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”.

 

Patricio Aragonés: “Estoy rogando que lo maten para que me pague esta vida de huérfano... poniéndome a beber trementina para que se me olvidara leer y escribir, con tanto trabajo como le costó a mi madre enseñarme”.

 

La incomodidad que produjo (que produjeron) se refleja en el término acuñado para describir su trabajo: realismo mágico; lo suyo, escribió Uslar Pietri, es una negación poética de la realidad: “Lo que a falta de otra palabra podrá llamarse un realismo mágico”. Pero para Franz Roh, el crítico de arte alemán que acuñó el término en 1925, se trataba más bien de una percepción plena del mundo, una que incluyera el universo racional y el mundo invisible.

 

Un legado así tenía que convertirse en una manzana envenenada: a partir de 1967, año de publicación de Cien años de soledad en Editorial Sudamericana, aparecieron uno tras otro textos enterrados en el barro de un ritmo impuesto, incapaces de hacer otra cosa que repetir, dando vueltas en el mismo lugar.

 

Pero es evidente que ya llegó el momento del reconocimiento literario, cuando el padre deja de ser un tirano y se convierte en un punto de partida. Ya llegó el momento de hacer las paces, de llegar un acuerdo con el antecesor. Un buen ejemplo es La carroza de Bolívar, en la cual Evelio Rosero saluda a García Márquez al pasar y le hace guiños, a sabiendas de que va para otro lado. Uno de esos guiños es la pareja de la abuela y la nieta: pero lo que en La cándida Eréndira es tragicomedia, en Rosero es pavor puro. El otro es, por supuesto, la figura de Bolívar. Pero mientras que el uno escribió una declaración de amor al Libertador, el otro está contando una historia de amor que pasa por la figura patética de Bolívar. No contento con eso, Rosero incluso cita textualmente El general en su laberinto y lo contradice sin que le tiemble la voz. Pero tampoco la tiembla la voz con la invocación épica de la primera página: Rosero es dueño de sus tradiciones, no su esclavo. Los grandes escritores reconocen su legado, y siguen desbrozando su propio camino.

 

* Editora, traductora y crítica literaria, además de docente e investigadora. Ha sido gerente y editora de Carlos Valencia Editores y directora de la editorial de la Universidad Nacional.

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